miércoles, 20 de diciembre de 2017

El Cine al Final de la Calle

Un recuerdo es aquella imagen del pasado que se tiene guardada en la memoria; un buen recuerdo seguramente es la gratitud del corazón; un mal recuerdo, tal vez es aquella herida en la que hay que trabajar para sanar; por lo tanto, la memoria siempre será buena, ya sea para agradecer o para sanar, o, para ambas, agradecer y superar. Con esta historia, a manera de reflexión, aprovecho para desearles, una Feliz Navidad y un Prospero 2018.

La calle Manuel Meza era; o es, tal vez —no lo sé porque ya no he vuelto— un callejón sin salida, de una manzana de recorrido. Éramos quién sabe cuántos niños. ¿Cómo olvidarlo? Había una niña que organizaba fiestas infantiles en su casa pero terminaba viendo la fiesta a través de una ventana, y otro que cuando su amiguito rompía el vidrio de la ventana de alguna casa, le echaba la culpa nada más y nada menos que a su propio hermanito… Éramos un estuche de monerías. 

No éramos niños pobres los de la colonia Ruiz Cortines, pero siempre buscábamos la forma para que los más ñoños les pidieran dinero a sus papás para los dulces, un día caí en la cuenta de que los papás de los más ñoños bien sabían que los dulces iban a ser para todos, porque siempre alcanzamos todos. 

Los adolescentes de aquella era queríamos ser como la gente grande, aunque usáramos pantalones cortos y los motes infantiles demasiado aniñados sin saber que se convirtieron nuestros apodos ya de adultos; yo quería ir al cine con mi novia.  Todos los adolescentes  incluso los pre adolecentes querían ir al cine, pero ya no con sus padres, querían ir como los mayores; toda la pandilla juntos o con su alguien especial. Pero entonces parecía todo un sueño, no había dinero. Y, si querías ir al cine tenía que ser con tus padres y los nerdos de tus hermanos; no con tus verdaderos amigos, menos con tu novia.

El milagro ocurrió un diciembre de 1974, quién sabe a quién se le ocurrió montar una pantalla gigante al final de la calle; debí haber averiguado su nombre, es un héroe que se merece una placa con letras de oro; cine gratis para todos los niños y adolescentes de aquella era, único requisito llevar tu propia silla o tu propio bote donde sentarte, y por supuesto ir bien abrigado, ya que era al aire libre, porque incluso, el ponche y las palomitas corrían a cuenta de aquel héroe desconocido.


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